
Dictadura Militar: El sueño de la derecha que le reza al diablo
Mariana Enríquez escribió un libro extraño: Nuestra parte de noche. En las 164 primeras páginas teje una historia tenebrosa. Dejemos por un momento el tema del terror entre paréntesis; y les hago un pequeño espóiler de esta primera parte para tener contexto:
Argentina 1981, un año antes de la guerra de las Malvinas. Tres años después de haber quedado campeones mundiales de fútbol luego de que la dictadura militar comprara un partido clave a Perú. La represión desatada en 1976 había bajado a principios de los ochenta, Mariana Enríquez sitúa en ese contexto el viaje de un padre viudo y su hijo huérfano desde Buenos Aires a Corrientes. Juan Peterson es un poderoso médium de la Oscuridad, ente adorado por una orden secreta integrada por adinerados hacendados de origen europeo y con lazos muy fuertes con el gobierno militar y la alta justicia. Esta orden no duda en hacer sacrificios humanos, ceremoniales cruentos, incesto y sexo hasta con los cuervos.
Las escenas maléficas que describe Enríquez no crean un clímax de terror. La realidad latinoamericana es tan brutal que no asusta el mal teológico (la demonología se vuelve irrisoria en el jardín de infantes de una barriada pobre). Lo que pone al lector más alerta es la salud mental del padre y el riesgo que corre un niño de seis años en medio de ese entorno de desquiciados.
La cosa ciertamente tenebrosa es la realidad sobre la cual Enríquez escribe la primera parte de su novela. En efecto, en la Argentina de Isabel Perón el poder lo tuvo el brujo José López Rega personaje que creía en el satanismo, la nigromancia, y rituales sangrientos. López Rega creó una organización que se llamó la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) compuesta por presidiarios y fanáticos de derecha que además de torturar a la gente que creían de izquierda, se robaban a sus hijos para entregarlos a familias que los podían comprar. El brujo más tenebroso y promiscuo que se pudo haber imaginado Mariana Enríquez, resulta ridículo al lado de un brujo lleno de supercherías, pero con poder político. Las élites de extrema derecha no tuvieron el menor pudor al aceptar a niños robados para quitarles su identidad, y ocultarles el destino trágico de sus padres. En otras palabras, lo que produce terror es el fanatismo y la ausencia total de códigos de las élites argentinas y la mirada indolente de la clase media.
Luego de leer Nuestra parte de noche, uno se pregunta si existe realmente el poder del mal. No con pajarracos negros ni ritos de sangre y semen en iglesias no consagradas; sino algo tangible, que da impunidad, que hace perder la razón y que busca más poder. De hecho, esa es la cuestión: los terratenientes y empresarios de la ficción de Enríquez tenían todo: dinero, vínculos políticos, impunidad judicial, etc. ¿Qué más podían querer? Pues la inmortalidad, el conocimiento y sexo loco. Es decir, todo lo que el viejo Mefistófeles ofrece a Fausto cada año desde que Christopher Marlowe escribió el drama en 1592. Con un matiz: las élites argentinas no querían venderle el alma al diablo sino comprarla; y si es posible, con trampa sobornando al médium.
Esa gente gobernó Argentina entre 1973 y 1983. Ellos no tuvieron nunca poder diabólico. No. Ellos tuvieron la fuerza bruta, el dinero y la justicia. Esa misma justicia que casi nunca daba paso a los habeas corpus propuestos por los familiares de los jóvenes desaparecidos.
Como hay cosas que suelen tener una extraña concatenación, incluso en el azar de las conversaciones, justo cuando acababa de leer la primera parte de Nuestra parte de noche, mi madre al final del almuerzo dominguero, me dice: “¿no crees que sería bueno que los militares tomen el poder en Ecuador, al menos unos seis meses? Y el sentir de mi mamá es el de buena parte de la población ecuatoriana desde la agudización de la violencia en las calles, las bombas, los asaltos, extorsiones, etc.
El hecho de que la posibilidad de una dictadura militar se cruce por la cabeza de las élites, no me sorprende en lo más mínimo. Ellos quieren quedarse en el poder y robar lo que más puedan con ansías neoliberales; pero que la idea cale en la clase media me asombra. Con los militares vendrán estos fanáticos libertarios que están lavados el cerebro por las leyes del mercado. Con los militares vendrán los fanáticos religiosos que creen en Dios y por derivación en el diablo. Con los militares vendrán los paramilitares que les harán el trabajo sucio. Todo con su debida dosis de narcóticos que harán alucinar a los consumidores y ampliar el negocio de los carteles.
En medio de todo este contexto, es obvio comprender que lo primero que una dictadura militar desecharía es la Constitución. El Estado perdería la legitimidad que le da el Derecho; y en caso de conflicto, los ciudadanos seríamos juzgados por jueces complacientes con los deseos de los militares, de las élites; y para que no haya duda alguna, un monigote con fusil en la puerta acabaría cualquier argumentación jurídica.
Finalmente quiero poner en evidencia la fragilidad del Derecho para dar civilidad a la sociedad ecuatoriana. La autoridad de la ley nace de la fuerza para hacerla cumplir. Fuerza en sentido físico, real, objetivo. Los que pueden hacer uso de esa autoridad deben estar limpios, ser valientes y no temer por su vida. Si ahora mismo los jueces son débiles, corrompidos y temerosos de su vida frente a las bandas. ¿Qué nos haría suponer que esos jueces serían firmes frente a los militares para evitar tortura, desapariciones, violaciones, robo de niños, y el saqueo del Estado?
La democracia y el estado de Derecho deben conservarse pese a todo. La Constitución no es descartable. Una dictadura militar sería tan irracional como los ritos satánicos. Pero si el Diablo existiera, no se olvide nunca que se alimenta de odio. No entiendo como gentes que hacen filas en las iglesias y se dicen cristianos (la religión del amor por excelencia) detestan con una fuerza tal, que a su lado uno siente que el odio y los pensamientos homicidas se pueden tocar.